Por Mempo
Giardinelli
Dado que falta muy poco para el 10 de diciembre, cuando la Presidenta iniciará
su segundo mandato, cabe recordar otro 10 de diciembre, el de 1999, cuando con
varios millones de votos de respaldo Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho”
Alvarez iniciaron el gobierno de una Alianza que asumió con el mandato de
corregir las inmoralidades del menemismo.
No sé a ustedes, los lectores, pero a mí volver la vista doce años atrás me
resulta un espectáculo sobrecogedor. Antes de esa dupla, y durante diez años,
habíamos soportado un gobierno que algunos calificamos como la Segunda Década
Infame. La Alianza, como se llamó aquel frente electoral, se presentó como la
fórmula capaz de purificar la política y recuperar la economía, que llevaba ya
dos años de durísima recesión.
La expectativa era enorme porque la situación era gravísima. La crisis no era
sólo industrial y comercial: el despilfarro, la inmoralidad y la frivolidad del
menemismo habían hecho estragos en todo, y del gobierno de esa Alianza formada
por un partido centenario como la Unión Cívica Radical y una formación reciente
como el Frente País Solidario (Frepaso), no se esperaba entonces más que
trabajo y esfuerzo, seriedad y honestidad, y sobre todo cumplimiento de las
promesas electorales. Muchos tenían a De la Rúa por un buen hombre, trabajador,
serio y cumplidor. Y a Alvarez por un intelectual honesto y lúcido, un político
original y agudo. La sociedad lo había entendido así, al votarlos poco antes.
Sin embargo, ya en las primeras semanas se vio que el rumbo prometido no se iba
a cumplir. En el primer gabinete aliancista, el Ministerio de Educación fue
para Juan José Llach, ex viceministro de Economía durante el anterior gobierno
de Carlos Menem y el superministro Domingo Felipe Cavallo.
Sumado a ello, enseguida fue obvia la influencia de los hijos varones de De la
Rúa y de sus jóvenes amigos, así como del cuestionado ex banquero pero íntimo
del presidente, Fernando de Santibáñez. A comienzos del año 2000, la promesa
electoral de bajar los impuestos fue traicionada con un “impuestazo” y la
recesión se profundizó mientras era evidente el sometimiento de la Alianza a
los deseos de la Banca Global. El derrumbe político se produjo poco después, cuando
renunció Alvarez, harto de ofensas públicas e impotente frente al contubernio
de lo peor del radicalismo con lo peor del peronismo.
Pero el portazo de Chacho evidenció algo más que una derrota política personal.
El país seguía en crisis y la recesión se profundizaba. La economía no mostraba
signos de recuperación y era evidente que el ministro de Economía, José Luis
Machinea, administraba la deuda externa en acuerdo y beneficio de los
acreedores. El gobierno mostraba día tras día su incapacidad de respuesta ante
los primeros casos de corrupción propia (no heredada del menemismo) y la
indecisión del presidente ya era exasperante.
La veloz serie de errores que cometió De la Rúa en esos días lo mostró como lo
que todo el mundo comprobaría: blando de voluntad, influenciable y titubeante,
pusilánime, incapaz. Entre liderar un verdadero cambio moral en la política
argentina y sólo aparentar ser más prolijo que Menem, eligió esto último.
Confundió plazos con pachorra y estilo con necedad. Obstaculizó todas las
medidas para higienizar la Cámara de Senadores, que escandalizaba a la
sociedad, y el discurso ético de la campaña electoral se le traspapeló cuando
escogió tapar la cloaca en lugar de limpiarla.
La renuncia de Chacho y la actitud sinuosa del presidente demostraron que lo
único que realmente le importaba al gobierno de la Alianza era proteger los
negocios sucios y a quienes los hacían, desde la banca acreedora y el FMI hasta
los punteros, ñoquis y tramposillos del sistema político mafioso que –con poquísimas
excepciones– nos tenía a los argentinos de la náusea al vómito.
El desgaste fue inmediato y profundo. El año 2000 fue una zozobra permanente, y
en 2001 el panorama se ensombreció aún más por la situación internacional. Los
criminales atentados a las Torres Gemelas en septiembre y el belicismo
prepotente de Bush hijo tuvieron, en la Argentina, un absurdo correlato: De la
Rúa y su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, vieron la oportunidad de
cobijarse bajo el paraguas norteamericano a cualquier costo, acaso pensando que
la desesperante crisis económica interna encontraría favorables respuestas con
esa actitud seguidista.
Con velocidad de rayo, como no tuvieron jamás para otras cuestiones, De la Rúa
y su canciller, Adalberto Rodríguez Giavarini, anunciaron el total respaldo a
cualquier respuesta bélica encabezada por Estados Unidos y ofrecieron tropas,
mientras el superministro Cavallo declaraba: “Esta es una guerra de la
humanidad y de los países civilizados en defensa propia; Argentina tiene que disponer
de sus fuerzas y estar lista para actuar”. Por su parte, la oposición
justicialista se mantuvo en oportunista silencio, y resultó patético que el
único que se expresó fue Carlos Menem, quien en su estilo cantinflesco les
mandó aplausos y sonrisas a Bush padre y a Bush hijo, y hasta les mandó a su
esposa.
Aunque la crisis era de naturaleza política y filosófica, era la decadencia
económica y social lo que producía pánico a los argentinos. El auge del voto
castigo o protesta, la sucesión de ajustes y los acuerdos cada vez más gravosos
con el FMI hicieron trizas todas las supuestas panaceas expresadas en vocablos
grandilocuentes como Blindaje, Megacanje o Déficit Cero. Los fundamentalistas
del mercado –de apellidos aún vigentes– redoblaron la apuesta del ajuste,
mientras la cuerda social empezaba a romperse, acaso confiando en lo único que
garantiza “éxito” a sus “teorías”: la represión.
A mediados de noviembre de 2001 –hace exactamente diez años–, y defendido
apenas por el vocero Juan Carlos Baylac, que por la tele resultaba entre
conmovedor y patético, De la Rúa había dilapidado un enorme capital político y
arrastraba consigo a su partido, incapaz aún hoy de recuperarse. En las
sombras, Cavallo y sus amigos planificaban el tristemente famoso “corralito”,
que no era otra cosa que una confiscación de ahorros privados, un robo
organizado y un hipócrita atentado contra la propiedad privada. No pudo haber
más desastroso fin de época.
Después se desataron las tempestades de diciembre, que ya se evocarán el mes
que viene, cuando se cumplan diez años de la mayor pueblada democrática que
protagonizó nuestro país.
De acuerdo: la buena memoria es un ejercicio saludable.
15/11/11
Página|12
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