
Por Eduardo
Aliverti
Esta columna vuelve a versar, en
parte, acerca de miradas sobre el barullo con el dólar. El motivo es la
persistencia de una construcción de clima, mucho más que un estado palpable de
datos negativos.
También debe insistirse con el
alerta de que ninguna de las observaciones al respecto va en desmedro de las
cosas que el Gobierno está haciendo realmente mal. Haber equiparado a pequeños
ahorristas de dólares con fugadores de capital es un error muy grosero y, ya
que se hizo y ya que estamos, debería obligar al repaso de la política
comunicacional del oficialismo. Más que de esto último, en rigor cabría hablar
de un agrupado de acciones sin duda eficaces y necesarias, pero insuficientes
si es cuestión de entenderlas como estrategia global. El carisma incomparable
de la Presidenta; medios, programas, comunicadores e intelectuales que
marcan una construcción de sentido distinta a la hegemónica; la difusión de una
simbología que tonificó el papel del Estado como reparador de los
desequilibrios sociales, por cierto que basándose en hechos palpables;
hallazgos publicitarios en tiempos de campaña electoral, favorecidos por los
hazmerreír de los contrarios, no alcanzan a ser un diseño de comunicación
eficiente para momentos de turbulencia de cierto tipo, ya sea que provengan de
fallas propias, operaciones ajenas o factores externos de otra naturaleza. “Tomando
el total de personas físicas y jurídicas (estas últimas, empresas) que
compraron dólares entre julio y septiembre de este año, quienes adquirieron más
de 100 mil dólares mensuales en promedio representan el 37 por ciento de ese
total de compradores. Los sujetos, sean individuos o empresas, que compraron
por debajo de mil dólares mensuales promedio, son apenas el 7 por ciento del
total. Aquellos poseedores de grandes fortunas individuales, o empresas grandes
que pasan sus activos a dólares por magnitudes importantes, son los que mueven
el mercado; los que agitan las aguas, tratando de generar temores entre los más
chicos, los pequeños ahorristas, que son una minoría en el mercado de cambios
no sólo por las cifras que manejan sino por cuántos son frente a los que mueven
grandes capitales.” Este textual es de la presidenta del Banco Central,
cuando hace pocos días cerró el Foro de Economía convocado por Carta
Abierta. La escucharon unos varios centenares de adherentes que habrán
ratificado sus convicciones, y está muy bien. El ligero detalle es que, por
fuera de ese ámbito cerrado, del artículo de Raúl Dellatorre en
Página/12 del domingo pasado, de variados portales de llegada limitada y,
naturalmente, de alguna otra reproducción escapada de la atención del cronista,
esas cifras terminantes e indesmentidas que despachó Marcó del Pont se
toparon con un vacío informativo ostentoso. Es obvio, además, que la
titular del Central sufre una ofensiva, con olor a sistematizada, de quienes por
vía de cuestionar su gestión apuntan en realidad al carácter intervencionista
de la entidad pare regular el mercado cambiario. Nada que no debe pasar,
habiendo la dura batalla periodística entre los unos y los otros. Pero, ¿qué es
lo que impide a los funcionarios la búsqueda de dispositivos retrucadores más
inteligentes y vigorosos? Cada tanto aparecen respuestas contundentes que no
dan, ni por asomo, la idea de ser un mecanismo coordinado, ni contenido en una
dirección mayor. Otro ejemplo es dejar trascender que continuarán recortándose
subsidios estatales, sin salir al cruce con las precisiones correspondientes; y
su obvia consecuencia de dar pasto a fieras que retroalimentan, por anticipado,
un aire de problemas y apretadas.
Consignado el ítem de los yerros que
deben facturarse al Gobierno, sobrevienen apuntes e interrogantes
sobre la impunidad con que se expresan medios, colegas y analistas.
Militantes liberales, para ser mansos. Podría refutarse que impunes es una
calificación desacertada o ampulosa, atentos a que el resultado de las urnas
les significó una sanción. Vale. Pero no por eso perdamos de vista que el
poder de fuego mediático se refuerza cada jornada. Que su negocio es la
espectacularidad angustiosa. Que trabajan las veinticuatro horas. En cada
portada, en cada boletín, en cada título, en cada tono narrativo, no cada dos o
cuatro años. Montados en las pifias oficialistas, llegan a hablar de corralito
cambiario; de ambiente recordatorio de 2001; de que las desventuras de Susana
Giménez son una muestra, algo extravagante pero válida, de
ahorristas-rehenes. Entrevistan a todos los economistas y consultores que ya
se equivocaron pornográficamente, una y mil veces, en todos los pronósticos que
dieron (entiéndase a “se equivocaron” como otra concesión amistosa, por
supuesto). No dejan a ninguno afuera. Y los tipos hablan como si fueran la
Virgen Desatanudos, y otra vez explican que debe desregularse a los agentes
económicos para que retorne la confianza. Los que en los ’90 se babeaban con
nuestro ingreso primermundista. Los que felicitaron que Neustadt
mostrara un teléfono a cámara para preguntarse si la soberanía estaba dentro
del aparato. Los que amplificaron que sólo el mercado debía determinar si al
país le convenía producir acero o caramelos. Los que apenas por pudor de
circunstancia no siguen afirmando en público que achicar el Estado es agrandar
la Nación. Los que hoy se espantan de la crisis europea e inquieren sobre los
grandes liderazgos políticos desaparecidos, como si no supieran que el origen
es haberse rendido a las sirenas del capital financiero en rol de fin primero y
último. Ahora quieren que la política los salve de su economía y juran que se
rompen la cabeza con el acertijo de quién parió a Berlusconi, a Sobra
el Griego, al inminente De la Rúa español, al petiso francés,
a la enfermera alemana. Pero no pueden con su genio ni contra sus
intereses, y entran en contradicciones deslumbrantes. Por un lado ya miran con
alteración eso de los indignados que les cascotean el rancho y las dependencias
de Wall Street. Por otro firman a dos manos sus recetas de toda la vida.
Y para el caso local, apuestan a que la salida de un eventual cuello de botella
financiero consista en volver a las fuentes. A las suyas. Ajuste, ya se sabe
sobre quiénes.
Desde el ya clásico “¿y por qué
se alcanzarían resultados diferentes si aplican siempre la misma fórmula?”,
cabe preguntarse si los actores del tremendismo creen francamente que sus
postulados son los correctos. O si es que sus emperramientos quedan por
delante de que al país le vaya bien con este modelo o proyecto. El firmante
apuesta por lo segundo porque, en dos planos, hay realidades que vienen siendo
concluyentes. Una es el cotejo con la Argentina incendiada desde la que
se arrancó. La otra, una oposición patética y partida que acaba de ser
arrasada en las elecciones por –justamente– insistir con un discurso vacío,
de mero denuesto. Que pueda no tomarse nota de esas constataciones: en la
medida en que rija honestidad intelectual, es imposible de comprender como no
sea bajo el criterio de la obcecación. En verdad, mejor sería hablar de la
ofuscación de clase. Eso, a su vez, refleja dos cosas. Que este Gobierno
tocó intereses de sectores del privilegio en una proporción no prevista. Y que
sus adversarios mediáticos –la única oposición sobreviviente junto con algunos
bloques dominantes– carecen de mayor inteligencia para enfrentarse a aquello
que los enardece. Joden, pero no pueden tumbar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario