miércoles, 24 de noviembre de 2010

¿Por qué el 20 de Noviembre es el Día de la Soberanía?


por José María Rosa 
(Historiador, 1906-1991).

El 13 de enero de 1845 en París, noche nevosa según el testimonio de uno de los presentes, François Guizot, primer ministro de Luis Felipe, rey de los franceses, reúne a cenar en el Ministerio de Relaciones Exteriores a los técnicos del Plata que se encontraban en la capital de Francia.

De dicho ágape surgirá la intervención armada anglofrancesa, y su posible colaboración brasileña en los asuntos internos de las repúblicas sudamericanas.

Concurren el embajador de Inglaterra Lord Cowley, sir George Ouseley, que partiría al Plata llevando la intimación a Rosas, Mr.

De Lurde hasta entonces Encargado de Negocios francés en Buenos Aires, el almirante Mackau, ministro de Marina, y que conociera a Rosas en 1840 cuando fue a llevarle la paz por instrucciones de Thiers, Mr. Desages director general del Ministerio, y el vizconde de Abrantés en misión especial de Brasil para acoplarse a la proyectada expedición.

Los Antecedentes de la Intervención Desde 1842 andábase en ese negocio. Francia había fracasado en su intento de imponerse por la fuerza de sus cañones y de su dinero “que sembró la guerra civil” a la Confederación Argentina gobernada por un hombre del carácter férreo de Rosas.

Hacia 1842 la política de la `entente cordiale` de Inglaterra y Francia hizo renacer la posibilidad de una nueva intervención, esta vez combinadas las fuerzas militares de ambas naciones: no era admisible que los pequeños países surgidos de la herencia española obraran como si fueran Estados en uso pleno de su soberanía y se negaran a recibir los beneficios “libertad de comercio, tutelaje internacional, libertad de sus ríos navegables” de las “naciones comerciales”.

Había que hacer, en primer lugar, de la ciudad de Montevideo una factoría comercial, de propiedad común anglofrancesa, desde donde dominar la cuenca del Plata después, establecer la ley de los mares “es decir, su libre navegación” a los ríos interiores argentinos, y finalmente dividir en mayores fragmentos esa Confederación Argentina que Rosas se había empeñado en mantener incólume del naufragio del antiguo y extenso virreinato del Plata.

De allí la nota conjunta que los ministros inglés y francés en Buenos Aires (Mandeville y De Purde) habían pasado a Rosas apenas producida la batalla de Arroyo Grande. Diciembre de 1842: prohibíase ayudar a Oribe a recuperar su gobierno oriental y se amenazaba con tomar las medidas consiguientes si los soldados argentinos atravesaban el Uruguay en unión con los orientales para expulsar las legiones extranjeras que mantenían a Montevideo.

Pero Rosas quedó sordo a la amenazas: contestó poco más o menos que en las cosas argentinas y orientales mandaban solamente los argentinos y los orientales. Consecuente con su respuesta el ejército aliado de Oribe, atravesó el Uruguay, y en febrero de 1843 empezó el sitio de Montevideo, defendida por las legiones extranjeras y por el almirante inglés Purvis.

En febrero de 1843 esperábase por momentos la intervención conjunta amenazada por la nota de Mandeville y De Lurde que Rosas había osado desafiar. Pero no llegaba. Es que 1843 no había sido un año propicio para la entente cordiale, amenazada de quebrarse por la cuestión del matrimonio de la joven reina de España.

La misión del argentino Florencio Varela De allí el desdichado fracaso del abogado argentino Florencio Varela, enviado a Londres en agosto de 1843 por el gobierno de la Defensa de Montevideo a indicación del almirante inglés Purvis.

Llevó instrucciones para convencer al canciller Aberdeen de que la “causa de la humanidad” reclamaba la inmediata presencia de la escuadra británica en el Plata.

Gestionaría también la “tutela permanente” inglesa a fin de salvar al Plata en adelante de la barbarie nativa. Intervención y tutela retribuidas “lo decían las instrucciones” con la libertad absoluta de comercio y la libre navegación de los ríos.

Para cumplir mejor su cometido y documentar la “causa de la civilización”, la casa inglesa Lafone confeccionó en Montevideo un record de los actos de barbarie que convenía atribuir a Rosas.

El periodista argentino José Rivera Indarte, ducho para esos menesteres, recibió el encargo de redactar el record abultándolo de manera que impresionara en Europa: se le pagó un penique por cadáver atribuido a Rosas.

Confeccionó Las tablas de sangre, que por dificultades de impresión no estarían listas en el momento de embarcarse Varela, pero le llegarían a Londres a los fines de su misión.

Aberdeen recibió a Varela. El trato no fue el esperado por el argentino. No obstante traducirle Las tablas de sangre, el inglés no pareció emocionarse con los horrores recopilados por Rivera Indarte; tampoco tomó en serio “la tutela permanente” ni las cosas que le ofrecía el ex argentino.

Le contestará fríamente que Inglaterra defenderá la “causa de la humanidad” dónde y cómo lo creyera conveniente, sin menester de promotores ni alicientes, y se le importaba un ardite cuanto pudieran ofrecerle los nativos auxiliares.

Inglaterra haría y tomaría lo que más le conviniese, sin otro acuerdo que “con las grandes naciones comerciales” asociadas a la empresa.

Varela no entiende; nunca entendió nada de la política americana ni de la europea. No comprende ese desprecio hacia “su gobierno” tan favorable a Inglaterra, ni que se hiciera caso omiso de sus tentadoras ofertas; jamás tuvo conciencia de su posición ni sentido de las distancias.

Váse de Europa “después de una gira por París, donde tuvieron mayor éxito las Tablas de sangre” mohino y decepcionado de los “poderes civilizadores”. “La Inglaterra “escribe en su Diario de viaje” no conoce ni sus propios intereses”.

La cena de Guizot En 1844 las cosas mejoraron y la `entente cordiale` pudo reanudarse. Más alerta Brasil que el despistado gobierno de Montevideo, envía entonces su comisionado: el vizconde de Abrantés.

Aberdeen lo recibe mejor que a Varela; al fin y al cabo Brasil era un imperio constituido y no un gobierno nominal de ocho cuadras escasas, mantenido a fuerza de subsidios y de legiones.

Pero Inglaterra no quiere la participación de Brasil en la empresa a llevarse en el Plata; no le convenía fortalecer ese imperio americano ni darle entrada al Plata.

Como Abrantés representaba a un emperador no podía despedirle a empujones, como lo hizo con Varela; lo hará más diplomáticamente, pero lo hará.

Tras conversar con Abrantés en Londres (que también ha venido a hablarle “de la causa de la civilización”, oyendo del inglés el despropósito de “que la existencia de la esclavitud en Brasil era vergüenza mayor que todos los horrores atribuidos a Rosas por sus enemigos”, lo despacha a París.

Allí se arreglará la intervención en definitiva y la posible participación de Brasil.

Pero eso es la cena de Guizot en el ministerio la noche del 13 de enero de 1845. Muy a la francesa se discutirá la acción en la sobremesa. Y al servirse el café y el coñac, Guizot abre el debate sobre el interrogante ¿Qué propósito y qué medios dar a la intervención? Abrantés no se anima a postular “la causa de la civilización” después de lo ocurrido con Aberdeen.

Las Tablas de Sangre podían ser útiles para impresionar al gran público, pero evidentemente no producían efecto en los políticos.

Sin embargo, todos son partidarios de pretextar ostensiblemente la “causa de la civilización”, pero agregándole las “necesidades de las naciones comerciales”, la “independencia de Uruguay, Paraguay y Entre Ríos” que había que preservar de la Confederación Argentina, y la “libre navegación de los ríos” argentinos, orientales, paraguayos y entrerrianos.

En cuanto a Rosas… Mackau, que lo ha conocido en 1840 hace su elogio: es un patriota insobornable, un político hábil, un gobernante de gran energía y un hombre muy querido por los suyos.

Desde luego, es un obstáculo para los planes de la intervención y costaría llevarlo por delante; aunque contra las escuadras combinadas nada podría hacer.

De Lurde, que también lo ha conocido en Buenos Aires, se desata en elogios para Rosas: su gobierno ha impuesto el orden donde antes imperaba el desorden; tal vez los argentinos se hubieran acostumbrado a obedecer a una autoridad y pudiera reemplazárselo por otro gobernante más amigo de los europeos, pero la cuestión es que Rosas no cedería a una intervención armada: “se refugiaría en la pampa y desde allí hostilizaría a los puertos”.

A su juicio la intervención irá a un completo fracaso; mejor era dejar las cosas como estaban y tratar con Rosas de igual a igual “sacándole los beneficios comerciales posibles”.

Abrantés está de acuerdo, en parte, con De Lurde. Pero no cree que la intervención iría a un completo fracaso. Combinadas Inglaterra, Francia y Brasil, su fuerza sería irresistible; a Rosas podría perseguírselo hasta el fondo de la pampa. Pero, eso sí, deberían emplearse todos los medios para obtener el triunfo.

En caso de no emplearse medios eficaces (expedición marítima y fuerzas de desembarco en número aplastante), mejor era olvidarse de una intervención y “no exponerse a la irritación de un hombre como Rosas”.

Ouseley trae le palabra de Inglaterra. Nada de expediciones de desembarco que por dos veces habían fracasado en Buenos Aires (1806 y 1807).

Lo que se buscaba era otra cosa, para lo cual el gobernante argentino carecía de fuerza para oponerse: una gran expedición naval que levantara el sitio de Montevideo, tomara posesión de los ríos, y gestionara y mantuviera la independencia del Uruguay, Entre Ríos y Paraguay.

De Montevideo se haría una factoría para las grandes naciones comerciales; de común acuerdo entre las nacionales comerciales y Brasil, se fijarían los límites de los nuevos Estados del Plata.

Buenos tratados de comercio, alianza y navegación los unirían con las naciones comerciales.

Abrantés se desconcierta ante esa repetición de “las naciones comerciales” que parecerían excluir a Brasil, y pregunta cuál sería la participación del Imperio en la empresa. “El ejército brasileño operaría por tierra concluyendo con Oribe”.

Abrantés protesta, pues eso sería “recibir solo la animosidad de Rosas, pues las fuerzas de Rosas se manifestarían por tierra, si los tres aliados participaban en común, también en común deberían emplearse”.

Cowley corta: Inglaterra no enviará expediciones terrestres.

Mackau no quiere la participación de Brasil “que complicaría la cuestión”. Ouseley añade que por una fuerte expedición naval podrían cumplirse los objetivos de la intervención: en cuanto a Rosas y su Confederación Argentina, aislados al occidente del Paraná, no podrían oponerse a lo que se hiciera a oriente de este río.

Guizot resume las opiniones como final del debate.

Se emplearían “solamente medios marítimos”, a no ser que Brasil quisiera, usar su ejército de tierra; la acción naval sería suficientemente poderosa para hacer a los aliados dueños de los ríos, del Estado Oriental, de la Mesopotamia y del Paraguay, cuya “independencia se garantizaría”.

Estos Estados se unirían con sólidos lazos comerciales y de alianza con los interventores.

Brasil se retira Abrantés informa esa noche a su gobierno. Ha comprendido que muy diplomáticamente no se quiere la participación brasileña.

No solamente Aberdeen le ha exigido la renovación de los leoninos tratados de alianza y de tráfico de esclavatura como previos a la alianza, sino Brasil no obtendría objetivo alguno en la intervención.

Todo sería para las naciones comerciales; que fijarían los límites de los nuevos Estados con el Imperio (desde luego, en perjuicio del Imperio), y serían las solas dueñas de las nuevas repúblicas. Brasil vería cortarse para siempre su clásica política de expansión hacia el sur.

Además, dejarle la exclusividad de las operaciones terrestres contra Rosas era una manera de obtener el retiro del Imperio, pues Brasil no tomaría exclusivamente semejante responsabilidad. Y dando por terminada su misión se retira de París.

Empieza la Intervención Gore Ouseley, portando el ultimátum previo a la intervención, viajó a Buenos Aires. Exigió el retiro de las tropas argentinas sitiadoras de Montevideo, juntamente con las orientales de Oribe y el levantamiento del bloqueo que el almirante Brown hacía de este puerto.

Se descartaba su rechazo por Rosas. Poco después llegaba el barón Deffaudis con idéntico propósito en nombre de Francia.

Mientras Rosas debate con los diplomáticos el derecho de toda nación, cualquiera fuere su poder o su tamaño para dirigir su política internacional sin tutela foráneas, se presentaron en Montevideo las escuadras de Inglaterra y Francia comandadas respectivamente por los almirantes Inglefield y Lainé.

Pendientes aún las negociaciones en Buenos Aires, ambos almirantes se apoderaron de los buquecillos argentinos de Brown que bloqueaban Montevideo, arrojaron al agua, la bandera Argentina y colocaron al tope de ellos la del corsario Garibaldi.

Ante ese hecho -ocurrido el 2 de agosto de 1845- Rosas elevó los antecedentes a la Legislatura, que lo autorizó “para resistir la intervención y salvar la integridad de la patria”. Ouseley y Deffaudis recibieron pasaportes para salir de Buenos Aires. La guerra había empezado.

Obligado (20 de noviembre) El 30 de agosto la escuadra aliada íntima rendición a Colonia, que al no ser acatada es desmoronada a cañonazos al día siguiente. Garibaldi, con los barcos argentinos, de los que ahora es dueño, participa en este acto y se destaca en el asalto que siguió.

El 5 de septiembre los almirantes se apoderan de Martín García: Garibaldi, con sus propias manos -que más tarde serían esculpidas en bronce en una plaza de Buenos Aires-, arrió la bandera argentina.

De allí la escuadra se divide. Los anglofranceses remontan el Paraná, mientras Garibaldi toma por el Uruguay y sus afluentes: el corsario se apodera y saquea Gualeguaychú, Salto, Concordia y otros puntos indefensos, regresando a Montevideo con un enorme botín de guerra.

Mientras tanto Hontham y Trehouart navegan el Paraná en demostración de soberanía, y para abrir comunicaciones con su ejército “auxiliar” que, al mando del general Paz, obraba en Corrientes.

Pero el 20 de noviembre, al doblar el recodo de Obligado, encuentran una gruesa cadena sostenida por pontones que cerraban el río, al mismo tiempo que baterías de tierra iniciaban el fuego.

Es el general Mansilla, que por órdenes de Rosas ha fortificado la Vuelta de Obligado y hará pagar caro su cruce a los interventores.

Al divisar los buques extranjeros ha hecho cantar el Himno Nacional a sus tropas y abierto el fuego con sus baterías costeras.

Hontham y Trehouart contestan y llueven sobre la escasa guarnición Argentina los proyectiles de los grandes cañones de marina europeos.

Siete horas duró el combate, el más heroico de nuestra historia (de las 10 de la mañana a las 5 de la tarde). No se venció, no se podía vencer.

Simplemente, quiso darse a los interventores una serena lección de coraje criollo. Se resistió mientras hubo vidas y municiones, pero la enorme superioridad enemiga alcanzó a cortar la cadena y poner fuera de combate las baterías.

Bizarro hecho de armas, lo califica Inglefield en su parte, desgraciadamente acompañado por mucha pérdida de vidas de nuestros marinos y desperfectos irreparables en los navíos.

Tantas pérdidas han sido debidas “a la obstinación del enemigo”, dice el bravo almirante.

¿Se ha triunfado? La escuadra, diezmada y en malas condiciones, llega a Corrientes, y de allí intenta el regreso.

En el Quebracho, cerca de San Lorenzo, vuelve a esperarla Mansilla con nuevas baterías aportadas por Rosas. Otra vez un combate, otra vez “una victoria” -el paso fue forzado- con ingentes pérdidas.

Desde allí los almirantes resuelven encerrarse en Montevideo; transitar el Paraná es muy peligroso y muy costoso.

Se deshace el proyecto de independizar la Mesopotamia gestionado por los interventores en el tratado de Alcarás porque Urquiza ya no se sintió seguro. Se deshace la intervención.

Poco después -13 de julio de 1846- Samuel Tomás Hood, con plenos poderes de Inglaterra y Francia, presenta humildemente ante Rosas el “más honorable retiro posible de la intervención conjunta”. Que Rosas lo haría pagar en jugoso precio de laureles.

Por eso el 20 de noviembre, aniversario del combate de Obligado, es para los argentinos el Día de la Soberanía.

Algunos panegiristas de Varela han negado la imputación de Paz, por no referirse las instrucciones de Varela a la independencia de la Mesopotamia. Pero nada tenían que decir estas instrucciones del gobierno de Montevideo sobre un asunto que le era ajeno. Por otra parte, la imputación de Paz no puede asombrar a quien conozca la política de esos años: la independencia de la Mesopotamia era un viejo propósito acariciado por quienes buscaban fragmentar en mayores porciones al antiguo virreinato. Lo quisieron Inglaterra y Francia en 1845; lo quiso Brasil en 1851. No lo pudieron cumplir los primeros por la enérgica repulsa de Rosas; no lo pudo hacer el último por la oposición inglesa a crearse una republiqueta en beneficio de Brasil. En beneficio suyo -como en 1845 y 1846- era otra cosa. Urquiza no fue ajeno a ambas propósitos de desmembrar la Argentina.

Volviendo a Varela. Pese a la radical expresión de la Historia de la Academia “La acusación de desmembrar la mesopotamia hecha a Varela -no tenía más falta que la de ser equivocada-. Si llega a formularse nuevamente deberá ser calificada de infundada” VII, 2º sc., p.265), lo cierto es que Varela, Carril y la mayor parte de los unitarios y aún el mismo Urquiza querían desmembrar la Mesopotamia. La prueba documental es terminante y decisiva.

En realidad, poco importa lo que dijera o pretendiera Florencio Varela. La desmembración de la Mesopotamia no hubiera sido lo más lamentablemente deplorable de su triste misión. Quién tenía instrucciones para ofrecer la tutela permanente de Inglaterra en el Plata, importa poco que hubiera querido dividir administrativamente a su patria en dos o catorce porciones.

martes, 23 de noviembre de 2010

La Culpa De Todo La Tiene Kunkel...


Publicado por Gerardo Fernández
Graciela Camaño no pudo controlar su ira y se le escapó la cachetada. La presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales es otra de las víctimas de "el ultrakirchnerista Carlos Kunkel" que trabaja de provocador. La culpa de todo la tiene el abofeteado, la culpa de todo la tiene en definitiva el kirchnerismo. La que pega es Camaño, pero la condena es para el agredido. Si pegás desde la blancura de la política servil al establishment, si te quedás con una banca que la obtuviste en las listas del gobierno y ni siquiera tuviste la dignidad de renunciar sos víctima, lo mismo que si mutás en "okupa" a la manera de Cobos. Alejandro Gahan, un tipo vinculado al golpismo y a los represores de la última dictadura lo puteó durante dos cuadras a Luís D'Elía hasta que logró el mamporro que estaba buscando y es tratado hasta el día de hoy como un pobre labriego de la patria maltratado por la furia de color negro, diría Fernando Peña robando el chiste a Les Luthiers. Pero Kunkel, ese diputado "Ultra K" que para provocar le recordó a la Diputada Camaño la quema de urnas en Catamarca, tiene muy bien merecido el bife que recibió.


El país amanece con la banda de sonido de la Cadena Nacional de la Gente Linda culpando objetivamente al agredido. La señora Magdalena desde su blancura aborrecible condena a Kunkel por el delito de ser Kunkel... Toda una foto de cómo a un sector concentrado de los medios de comunicación lo viene tapando el agua. Cobos hizo algo letal para cualquier código político y sigue siendo defendido a pie juntillas por el mismo dispositivo que hoy ataca al diputado Kunkel. Es que la vara del bien y del mal está predeterminada, entonces, si jugás para lado del bien (Clarín, La Mesa de Enlace, AEA y la Iglesia) tendrás cobertura, comprensión y perdón pero si se te da por pararte del lado de enfrente serás responsable de todos los pecados. Es la misma vara que justificó al terrorismo de estado y que desde los orígenes de la patria tiene perfectamente demarcados los límites entre el bien y el mal con las explicaciones para comprender a los violentos que en nombre del bien maltraten, llegando incluso a matar si fuese necesario y la condena feroz para los que intenten cambiar apenitas el estado de cosas.


Kunkel y el kirchnerismo son culpables de todo, señora, señor. Merecedores de esta bofetada y de muchas otras más. Así como el pobre se mama y el ricachón "se descompone". Así como la negrita es una puta de mierda mientras la hija del garca es una flaca liberada, Así Luís D'Elía es un negro patotero mientras Graciela Camaño entre la tarde ayer y esta mañana se ha embellecido, su piel se ha aclarado y su cabellera luce más rubia y concheta que nunca.

De Arrebato


Por Policarpo

Podemos intentar el ejercicio de imaginar como puede hacer sido el verano 2010 de Héctor Magnetto, acaso el último verano feliz de Clarín: en una amplia oficina acondicionada, con luces tenues y silencio sepulcral, con puertas abiertas apenas para los más íntimos peces gordos, el hombre habrá delineado su codicioso plan sedicioso, rosario de sucesivas victorias aplastantes en el poder legislativo, con un acompañamiento a coro de canales y diarios, con editorialistas de pluma filosa y venenosa bajando línea y plantando agenda, con tapas y zócalos amplificando los datos que en la contienda le resultasen favorables. Estamos ganando, habrá pensado, mientras le guiñaba un ojo a Kirchsbaum y entablaba conversaciones telefónicas con los legisladores opositores que le prometían comerse crudo al duro kirchnerismo. Todo era cuestión de desgastar, de minar la base, de romper todo vínculo del oficialismo con el pueblo (público, lo habrá llamado él) y, sobre todo, de llevar la gobernabilidad al quinto infierno. Lo demás, surgiría naturalmente. Aunque había favoritos -Duhalde era su debilidad, pero Cobos y Carrió tenían su mérito bien ganado, y Reutemann era un encanto de hombre -, no había que dejar a nadie afuera. Todos merecían un lugarcito bajo la protectora sombra de Clarín, hasta ese viejito carcamán que hablaba de minería y petróleo, con verba de Scalabrini y egos hipertrofiados. Si, también al viejito Solanas había que darle un espacio, si poco era el daño que podía ocasionar y mucho el gorilismo que podía aportar, el tal Solanas Pacheco. Tal vez, hasta entendiera como venía la mano y terminara jugando con convicción en el bando que le convenía.
Todo era promesa de victoria. El gobierno desmoronándose, la economía empastada en el barro de la crisis mundial, los indicadores metiendo miedo. Ya imaginaba la tapa del día de la caída. Imaginaba a Bonelli mascullando explicaciones en media lengua hispano-oligofrénica. Había que trabar el uso de reservas para pagar deuda, obligando al gobierno a endeudarse a tasas monstruosas o a reducir el gasto público. Había que obligarlos a la genuflexión del ajuste, ahorcados por los apremios internacionales. Había que dar por tierra con la altivez irreverente de los que se decían no dispuestos a negociar con el FMI. Así surgió la operación Redrado. Un muchachito rubio y elegante, bien querido del respetable establishment, jugaba a la rebelión como un lumpen-cacique territorial. La faena insumía los días más calurosos de Enero. Todavía no habían bajado las burbujas del champán con que habían brindado en año nuevo y ya estaban plantándole cara a un oficialismo en minoría. Carrió se quejaba: le habían arrebatado las vacaciones y la posibilidad de chapotear cetaceamente en el mar y de alimentar con krill la naranjez de su rostro. Menos propensos a la sudoración, Morales y Sanz se disparaban al Banco Central a aguantar los trapos, ejecutando una parodia estival de un nuevo Cletazo.
Sin mucho descanso, empezó la rosca por las comisiones. Nuevamente la petulancia alcanzaba ribetes novedosos. La gula opositora no encontraba sosiego. Fueron por todo. Juez comenzaba a demostrar que es más gracioso pero igual de inescrupuloso que Nito Artaza, Solanas consumaba sus escandalosos pactos a cambio de la promesa de presidir alguna comisión intrascendente, Carrió bufaba de calor y saqueaba heladerías en esos días dulces del desmoronamiento Kirchnerista.

Néstor Kirchner ponía el cuerpo. Aparecía en diferentes medios, peleaba con argumentos, defendía la gestión. Protegía a Cristina, con un manual del militante leal a su conductora. Pero la oposición - calificativo que hasta hoy se autoinflingen, con estúpido orgullo, para identificarse ante la sociedad-
mostraba su voluntad y su desparpajo: todo se podía conseguir de arrebato. No había códigos ni reglamentos, antecedentes ni pactos, negociaciones ni consensos. Había vocación de llevarse todo por delante, como un malón informe dispuesto a batir en retirada al enemigo claudicante. Prepotencia y arrebato: la fórmula cerril, encarnizada e inescrupulosa de Magnetto.

Los primeros síntomas del despropósito empezaron a hacerse notorios cuando Morales pavoneó su mala leche en frente de Marcó Del Pont. Tuvo el mal tino de hacerlo ante las cámaras. Autosuficiente, canchero, ganador sin jugar, Morales le negó derecho a defensa a un cuadro que lo hubiera puesto de cabeza con solo avanzar en el debate. Ganamos y punto, pensaba Morales. La prepotencia le costó cara: una tibia reacción de defensa popular empezó a cundir tras los muros encastillados del armazón opositor. La cofradía terminó reculando por el propio peso de su impericia. Más tarde llegó el zopapo: marchas de autoconvocados – decenas de miles, en todo el país- reclamaban la ley de medios. Un puñal al corazón del buenazo de Héctor. No solo por lo que la ley implicaba, si no por el revés que una convocatoria a contramano de su línea editorial implicaba en términos de su capacidad de instalar “opinión pública”. Se sucedieron los ninguneos y las descalificaciones. Había un tufillo desconocido hasta entonces: el del contragolpe. Sin acusar recibo, el cártel mediático quiso seguir su marcha. Seis locos a sueldo defendían el sentido crítico desde el canal 7 a las ocho de la noche. Lo peor no era eso: el problema es que había mucho más que 6 escuchándolos y siguiéndolos. Empezaba a romperse el espiral de silencio. Los que decían representar a la opinión pública, se dieron cuenta que la opinión pública no los representaba, en esa puja desbocada por la desestabilización. La ley de medios ya no era un problema de los medios, rabineaban algunos. El problema de los medios es que están en el medio del problema, decían otros miles de rabinos sin kipá.
Hasta que llegó el primer cross a la mandíbula. En medio del país crispado y atemorizado que reflejaba la tele, millones de argentinos aceptaron la propuesta oficial de festejar con alegría y optimismo el bicentenario argentino. No todo eran malas, no todo era caos, no todo era crispación. Fue un quiebre. Ese día se dieron cuenta de que había cosas que no podían domeñar: un pueblo nunca es ciego de sus condiciones materiales; la memoria no es tan endeble ni tan frágil. Las callles se poblaron de millones de argentinos cantando y festejando, aplaudiendo y dignificando su identidad latinoamericana y libertaria. Signos de contra-mediopelismo, de anti-cipayismo, de Patria si – Colonia no.

Empezaron una tardía revisión de su discurso. La legislatura ya no arrojaba dividendos políticos, el gobierno piloteaba la nave y ponía proa a 2011. Los estudios de opinión revelaban una ascendente línea que se erigía con una K atemorizante en la punta. Hablaron de efecto bicentenario o, más tarde, de efecto carótida, o, más tarde, se llamaron a silencio respecto de estos temas.
Los días actuales los encuentran balbuceando un efecto Néstor que no terminan de creer. Publicar encuestas es tirarse una palada de tierra el lomo. Lo que vieron en el velatorio de Kirchner todavía habita en sus pesadillas más escalofriantes. El pueblo digno y memorioso exhibiendo su dolor a la par de su esperanza. La juventud – esa que se demoniza y caricaturiza desde los medios- con los ojos abiertos y la militancia reflorecida. Minorías más minorías haciendo una mayoría. La consumación de su derrota en la forma de un pantano yermo y reseco; el triunfo de la política en las formas más luminosas y coloridas.
Hoy terminan su faena como la empezaron. Cayó mal el dado y retrocedieron 20 casilleros. Ni el más pesimista de sus operadores pudo imaginar que estas navidades bicentenarias los iban a encontrar juntando los añicos de su soberbia indomable. Terminan con repetición de argumentos: como un boxeador que se sabe perdedor unánime, pegando un golpe después del tañido de la campana. El gancho –técnicamente interesante, aunque faltó torsión de cintura y acompañamiento con el cuerpo- de Camaño es una parábola final del fracaso de los que creyeron poder gobernar de arrebato. Sin la elegancia blonda de Redrado ni la grandilocuencia discursiva de Morales, una mercenaria de la política ahorró palabras y terminó el año legislativo a las trompadas, como suelen hacer los equipos perdedores. Magnetto tendrá que juntarlos en el vestuario y lavarles la cabeza: no hay tiempo para recambios, tendrán que salir al segundo tiempo con el mismo equipo. Algunos están sin piernas, otros no quieren ni ponerse la camiseta.