Por MP
De ella siempre se habla desde el corazón, desde ese lugar impreciso que se sitúa más o menos entre el pecho y el estómago. Desde allí. Támbién desde el lugar de los recuerdos felices. Es increíble, pero esa niña frágil que murió en aquél invierno oscuro de 1952, recibió de Dios, acaso, la gracia de permanecer viva para siempre en el territorio intocable de los sueños.
Fue lo que millones hicieron que fuera: la compañera Evita, fue el amor por el otro hasta el punto de sacrificar la propia vida, hecho mujer. Fue la revolución, fue el fanatismo sagrado por la causa del pueblo, la convicción a toda prueba, la fe ciega en el destino de grandeza de una Patria a la que amó hasta la muerte. Su certeza más profunda tenía nombre y apellido. Juan Perón. Y tampoco en eso se equivocó, porque Perón fue la certeza de la liberación para millones de compatriotas.
Quizás porque eligió habitar la geografía de los sentimientos, quedó indentificada para siempre con la felicidad. Hay figuras en el santoral cristiano que lucen la aureola por mucho menos que eso, pero es que ninguno de ellos debió sufrir, tampoco, el odio salvaje que ella soportó antes y después de la muerte. Y si hay un lugar en el cielo para los mártires de la causa del amor incondicional al género humano, si hay un sitio para los luchadores heróicos por la justicia, ella debe de estar allí ahora, sonriendo eterna como un fuego que nunca podrá extinguirse.
Mañana, en esta tierra a cuyo pueblo amó tanto, por el que entregó su joven vida, Evita cumpliría 92 años. Apenas un detalle en una existencia que se mide en las leguas de la eternidad.
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